Nací un día del verano de 1998 en el hospital Lluís Alcanyís de Xàtiva. Por aquel entonces, Eduardo Zaplana llevaba apenas tres años como president de la Generalitat Valenciana, tras imponerse a un PSPV-PSOE destruido e incapaz de alzarse sobre sus propias ruinas. Mis primeros años de vida fueron apacibles, en una sociedad despolitizada y feliz donde el ladrillo y el turismo repartían (aunque de manera muy desigual) riqueza, apartamentos en la playa y Audis A3, símbolo palmario de estatus y de prosperidad económica del momento.En aquellos años, al igual que durante los albores del siglo XX, en plena Restauración —que, magistralmente, retrata Blasco Ibáñez en su novela Entre Naranjos—, los valencianos sabíamos bien a quién votar. Los chicos de mi generación, la generación Babalà, nos criamos pensando que las mayorías absolutas del PP eran una especie autóctona. En resumidas cuentas, que nacían y crecían de los árboles, como las naranjas o las olivas que se cultivan en los campos que tenemos en la alargada geografía valenciana, que abarca desde el río Sénia hasta el Segura. Durante aquellos años fuimos, más que nunca, el Levante feliz. Y, lo que siempre me he preguntado: ¿Cómo se puede competir electoralmente contra la felicidad?La nuestra era una tierra donde los bebés nacíamos con la estampa de Zaplana inaugurando cosas a lo loco de fondo en Canal 9, en el informativo que iba justo después de los dibujos de Doraemon, el gat còsmic. Con una oposición en ruinas, demasiadas personas mirando hacia otro lado y fajos de billetes por doquier, nos criamos en una sociedad pospolítica antes de la era de las sociedades pospolíticas. Una sociedad donde las emociones ocuparon el centro de la vida política, años antes de la llegada de figuras como las de Obama o Donald Trump, con sus Yes, we can y su Make America Great Again. Pero, como decía Lord Acton, si el poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente.Silvio Berlusconi, coetáneo de Zaplana, definió, sin saberlo, al zaplanismo, y describió a la perfección a ambos personajes cuando dijo aquello de que “si al ocuparme de los intereses de todo el mundo me ocupo también de los míos no puede decirse que haya conflicto de intereses”. Sea como fuere, siempre he visto a Zaplana como una suerte de Papá Noel valenciano, un santo moderno que te ayudaba a conseguir lo que te proponías (un trabajo, el coche con el que habías soñado, el acceso a espacios en ciertos medios de comunicación… Y hasta unas buenas estrenas, quién sabe). Este tipo de liderazgos carismáticos, no obstante, no podrían entenderse sin el factor del miedo, como bien nos enseñó De Niro en Una historia del Bronx.Si en alguna cosa tiene valor mi generación, es que fuimos protagonistas en la repolitización que vivió la sociedad valenciana, a tenor de la Primavera Valenciana, el 15M, el fuerte componente emocional que supuso la música en valencià y el resto de movimientos democratizadores. Una pulsión que fue imprescindible para conseguir generar el caldo de cultivo electoral que favoreció las condiciones para una etapa de ocho años de gobiernos progresistas, y que tuvo en Mónica Oltra, Manolo Mata, Ximo Puig o Joan Ribó sus protagonistas. Si todo avanza según lo previsto, como recordaba Quico Arabí, Eduardo Zaplana entrará en la prisión de Picassent, inaugurada el mismo año en que el propio Zaplana se convertía en alcalde de Benidorm (1991). Ahora, con las fichas encima de la mesa, comienza una nueva partida de dominó. ¿Será Mazón capaz de ganar o volverá la izquierda para remontar y dejar esta etapa como un paréntesis? Audaces fortuna iuvat.
El fin de Zaplana, el Papá Noel valenciano | Noticias de la Comunidad Valenciana
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